Cuando me levanto por la mañana en Santander, casi siempre madrugo y la mayoría de las veces ya está esperándome en la puerta que da al norte “Canela”. Es la gata de mi hermana, vive enfrente de mi. Canela era una gata abandonada que poco a poco fue familiarizándose con la casa, introduciéndose en ella y, finalmente, quedándose en adopción. Tiene unos trece años, en edad humana se jubilaría en este momento, sin embargo está muy ágil, toma algún medicamento para su enfermedad de corazón y le encanta tumbarse al sol. Y, como decía anteriormente, me visita a primera hora para que le suministre su ración de “chopped”, le encanta. Cuando llueve, estos últimos días ha sido frecuente, no viene a verme, no le gusta mojarse. Sin embargo, aunque esté lloviendo, abro la puerta (tengo dos, la segunda acristalada para dejarla abierta durante el día y entre más luz) y miro para comprobar si Canela está. Hoy ha venido a comer su chóped de pavo, pero, sin embargo ayer llovía y no quiso saber nada. Pero en la escalera tenía otro visitante, esta vez un tordo negro, que al verme salió volando hacia un seto de árboles que divide nuestra finca de la de los vecinos. En uno de nuestro árboles, un laurel, anida una pareja de tordos durante todo el año, el macho, mi visitante, es negro con pico amarillo y la hembra gris con pico también gris claro. Ellos conforman la fauna de mi entorno junto a las yeguas, ovejas y cabras que diviso desde mis ventanas orientadas al sur, en el monte de Corbán, perteneciente al Seminario.
Todos esos animales estimulan mi día a día en un entorno natural verde, con árboles de distintas especies y el mar a menos de un kilometro de distancia. No me puedo quejar.
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