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Los recuerdos son tesoros personales que no debemos dejar perder nunca. Unos los tenemos guardados en lo más profundo del corazón mientras que otros aparecen repentinamente como por arte de magia. Eso me pasó hace unos días. Visitaba un museo. Uno de esos edificios que han albergado diferentes cometidos y, de manera inteligente, han acabado convirtiéndose en lugar de visita obligada y en almacén de recuerdos populares, muchos de ellos olvidados y otros desaparecidos por culpa del progreso.
Lo visité de abajo arriba. Y la sorpresa (siempre tropiezas con alguna, tan sólo hay que saber esperar) se encontraba, justamente, en la planta superior. Se trataba de una dependencia abuhardillada, no muy amplia. En lo alto había móviles confeccionados por niños. De grandes ramas secas colgaban utensilios de todo tipo. El efecto del conjunto era complejo pero agradable. En las paredes, a modo de afiches, había siete fotografías de niños u objetos, con una leyenda en cada una. Pude comprobar que se trataba de pequeños grandes tesoros para el recuerdo, de los siete niños, que habían sido enterrados en el museo el día de su inauguración. Probablemente cosas banales para un adulto pero que para ellos tienen mucho significado en sus vidas. En un panel general se explicaba el porqué de su realización.
Me paré a leer cada contenido por separado. Había algo en común, todos eran objetos elegidos por los niños, de vital importancia puesto que cada uno era un recuerdo trascendente de su existencia. Tendrían alrededor de 10 años. En cada panel personalizado explicaban de qué se trataba y el contenido emocional de cada objeto.
Una niña guardó la entrada del primer concierto al que había asistido, uno de esos espectáculos multitudinarios, para todas las edades, en el que actúan diversos grupos. Se había celebrado en el Palau San Jordi de Barcelona. Otro, el collar de un pastor alemán, ya fallecido, que le acompañó durante algunos años. Explicaba que el nombre del animal lo había elegido el propio perro. Repartió varios papeles con diversos nombres por el suelo y el pastor alemán olfateó uno de ellos. Ese contenía su nombre que ahora no recuerdo. Otro niño guardó el diente de un tiburón. Se trataba de su amuleto de la suerte. Le acompañó en grandes ocasiones. Lo cambió por “un tazo” metálico. Quiero suponer que se trataba de una taza. Otra niña guardó una colección de peluches. Acompañaba una fotografía con todos ellos. Para ella tenían gran significado. Custodiaban a los niños combatiendo a su lado el miedo, la incertidumbre, la soledad, la oscuridad.
Otro tesoro escondido era una varita mágica. Su dueña había pedido un regalo para Navidad y en su lugar encontró la varita. Le supuso un tremendo berrinche que fue sofocado, a los pocos minutos, cuando sus padres le dieron el auténtico regalo: un gran maletín. Pero los recuerdos que más me marcaron fueron dos. Claramente por su emotivo contenido. Ambos trataban de sus abuelos. Una niña contaba que un día llegó a su casa y su abuelo no estaba. Le dijeron que se había ido al cielo. Para ella fue un momento tan inolvidable como triste. Días antes de morir su abuelo le había regalado una piedra pintada por él. Era una especie de flor verde y azul. No sabía descifrarlo si es qué contenía algo que interpretar. Obviamente la piedra era su objeto enterrado.
Un niño había guardado un camión de juguete metálico. Su historia era preciosa. Desde mi óptica personal la más hermosa por su contenido. Cuando salió de Nador (Marruecos) se lo regaló su abuelo. A la mañana siguiente despertó en España y todo había cambiado, la luz, el color, los sonidos, el lenguaje. El abuelo ya no estaba a su lado. En cambio le acompañaba el camión que, de alguna manera, era el vínculo con su pasado familiar, tan reciente entonces. El camión era otro de los objetos allí guardado.
En mi regreso a casa recordé mis primeros años, mis recuerdos inolvidables, mis tesoros, los animales que me acompañaron –
la gallina Lola, el gato Félix, los perros Jim, Chester y Touche- mis abuelos… y un balón con el que jugábamos a todas horas. El que unía nuestros juegos, el que nos hacía estar siempre juntos, el que nos convertía en jugadores profesionales. El balón y su entorno. El balón y las ilusiones. El balón y los sentimientos. Sin duda, uno de aquellos balones, de haber tenido la opción de esos afortunados niños, sería mi objeto enterrado.