La primera vez que estuve en
Montmartre tenía 19 años y atravesada una época de responsabilidades muy
exigentes para mi edad. Hacía menos de
tres años que había muerto el dictador y, por tanto, mi educación había
transcurrido prácticamente entera en esa etapa que, por suerte, ya casi hemos
olvidado. París se mostraba espléndida para aquel muchacho que yo era entonces.
La libertad se respiraba intensamente, sin fisuras, con nitidez. Viniendo de
aquel país tan atrasado en todo, París era el
paradigma. Entonces no hice uso del funicular para acceder al Sacre
Coeur, iba en buena compañía y preferimos ir ascendiendo aquellas calles tan
bohemias, repletas de terrazas y de músicos que animaban el espíritu. Paseando por allí penetraba en mi interior la
esencia del París que imaginaba antes de conocerlo. Íbamos despacio debido a que mi chica se
recuperaba de una operación quirúrgica. Descansábamos cada pocos metros de
ascenso empinado mientras nos empapábanos de tanta belleza. En lo alto, después de divisar desde las
escaleras del santuario todo el esplendor de la gran ciudad, paseamos por la
plaza del Temple, plagada de caricaturistas y de pintores que mostraban
rincones de París en sus obras. Éramos felices, ese tipo de felicidad
despreocupada que te da estar al lado de la persona amada, en un lugar tan
alejado de tu hogar y tan mágico. No teníamos trabajo, no teníamos dinero pero
disfrutábamos pensando en un futuro que por malo que viniera sería más prospero
que el de aquellos momentos, en todos los aspectos.
Hace unos días volví a París y,
ésta vez sí, subí en el funicular a lo más alto del barrio de Montmartre. Todo
seguía igual, como si el tiempo no
hubiera transcurrido, sin embargo los turistas se habían multiplicado por cien
desde aquella vez que lo descubrí por primera vez. Las escaleras del Sacre
Coeur estaban cubiertas de visitantes y todo estaba más sucio. Por la plaza del
Temple había que pasear en fila recibiendo empujones y pisotones por doquier.
En la zona de los viñedos, los únicos que quedan en París, había excursiones de
japoneses haciendo fotos a cualquier cosa.
Decidimos alejarnos de la masa y visitar la parte más baja de
Montmartre. Estuvimos en uno de los dos molinos que quedan en la zona y como la terraza de un bar cercano estaba
repleta decidimos sentarnos en su interior. Bebí una pinta de una cerveza
riquísima. El camarero se percató que
éramos españoles y tuvo la deferencia de ponernos a Santana y a Maná. Charlé
largo rato con él y respondió a mis preguntas sobre lugares que tenía interés
en conocer por el barrio. Gracias a él atajamos por las calles en dirección a
nuestros destinos que eran, la casa donde vivió Theo Van Goht y que visitaba a
menudo su hermano el pintor y la brasserie que aparece en la película Amélie.
Por suerte, comprobé que todo
había cambiado desde aquella primera vez en relación al trato. Los parisinos ahora
nos tratan de igual a igual, no como en aquella ocasión que ser español era
poco menos que ser un apestado. Ahora
somos turistas con prácticamente el mismo
poder adquisitivo que el resto de las nacionalidades. Ya no comemos bocadillos,
como hacíamos entonces, y podemos darnos el lujo de tomar un café o una cerveza
en cualquier terraza de San Germain Des Prés o comer en cualquier restaurante
corriente.
Con el paso de los años, no me
ha llamado nada la atención Montmartre. Sin embargo, hace más de treinta años
descubrí allí que existía un mundo diferente. La imagen y el recuerdo de aquel
paseo hacía lo alto de Montmartre quedó
grabada en mi mente y en mi corazón. Ese día, hace menos de una semana,
rememoré mi juventud, mi libertad y los sueños que emergían en mi recién
estrenada responsabilidad de adulto.
Esos sueños, llenos de felicidad, todavía siguen existiendo en el
interior de mi, todavía joven, organismo. No obstante, no creo que regresé a
Montmartre. Aquel lejano Montmartre ya casi ha desaparecido. Suele pasar cuando
regresas a un lugar que has retenido como idílico en el tiempo.
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