El pasado verano leí bastante menos de lo habitual. Analizando cómo fue transcurriendo, con una vida social mucho más intensa a lo que tengo
acostumbrado, considero que ese detonante fue el culpable de mi falta de
ganas para leer y también para concentrarme adecuadamente. No obstante, no me
pesa, a partir de ahora tengo mucho tiempo para dedicarme a la sana costumbre
de tener un libro entre las manos.
He leído periódicos y revistas especializadas pero tan sólo un
libro. Ciertamente no encontraba, entre mi amplia biblioteca de más de cinco
mil libros, el adecuado a ese tiempo estival
que transcurría entre viaje y viaje, o bien, tomando el sol al lado del
mar. Sin embargo, tuve la suerte de dar con “El lenguaje perdido de las grúas”
del autor norteamericano David Leavitt. El libro lo leí nada más editarse en
España a finales de 1987 y me impactó entonces. Ahora ha vuelto a ocurrir lo
mismo debido a esos personajes tan lejanos (y a la vez cercanos en sentimientos) que acaban ganándose al lector de manera que con el paso de las páginas te atrapan con sus
conflictos y pasiones que transcurren mucho más deprisa de lo que parece, haciendo balance de la vida trascurrida y de la dificultad de la comunicación. Emotivo
y duro pero lleno de ternura, soledad y amor.
El
libro trata de las relaciones personales, teniendo como protagonistas a algunos
homosexuales que van contándonos su experiencia vital. El título, que tiene
doble lectura, se basa en un caso de psiquiatría, posiblemente verídico, que
es la triste historia de un niño que nació de la violación de una adolescente,
probablemente discapacitada psíquica.
“Inspeccionaba el índice, un poco harta ya
y pensando en la comida, cuando descubrió el resumen de un caso que la intrigó.
Estaba incluido en una colección de artículos de psicoanálisis guardados en
unos estantes perdidos. Siguió la pista de la signatura y cogió el libro del
anaquel. Leyó el artículo una vez, rápidamente y con un poco de ansiedad,
saltándose frases para encontrar la tesis sostenida por el autor, tal como
había aprendido hacía tiempo. Luego, volvió a leerlo más despacio. Cuando terminó
respiraba ruidosa e irregularmente, su pie golpeaba el oscuro suelo metálico de
las estanterías y el corazón le latía con fuerza.
Era
la historia de un niño, llamado Michel en el artículo, nacido de la violación
de una adolescente posiblemente retrasada.
Hasta
la edad de dos años vivió con su madre en un piso junto a un solar en
construcción. La madre se pasaba el día entrando y saliendo del apartamento,
perdida en su propia locura. Apenas era consciente de la presencia del niño ni
sabía cómo alimentarlo o cuidarlo. Los vecinos estaban alarmados por los lloros
de Michel y muchas veces, cuando llamaban a la puerta para pedir a la madre que
lo calmara, descubrían que el niño estaba solo. Salía a todas horas y
abandonaba al niño sin nadie que lo vigilara. Pero, de pronto, un día el niño
dejó de llorar. Al día siguiente, el silencio continuó. Y así, durante varios
días en los que apenas se oyó un ruido. Los vecinos llamaron a los bomberos y a
los asistentes sociales, quienes encontraron al niño echado en su cama junto a
la ventana.
Estaba
vivo y presentaba un aspecto notable, a juzgar por la severidad con la que
había sido descuidado. Jugaba pacíficamente en su mugrienta cama y se detenía
cada pocos minutos para mirar por la ventana. Su juego no se parecía a nada de
lo que pudieran haber visto antes. Miraba por la ventana y levantaba los
brazos.
Los
movía dando sacudidas y se paraba. Se ponía de pie sobre sus flacas piernas y
se caía, pero volvía a incorporarse. Emitía ruidos extraños con la garganta,
una especie de chirrido. ¿Qué estaba haciendo?, se preguntaron los asistentes
sociales. ¿A qué clase de juego está jugando?
Entonces
miraron por la ventana y descubrieron varias grúas que levantaban vigas y
agitaban con sus brazos únicos barras de hierro para su demolición. Cuando la
grúa se levantaba, Michel se levantaba; cuando se inclinaba, él se inclinaba.
Cuando los frenos chirriaban y el motor zumbaba, él chirriaba con los dientes o
zumbaba con la lengua.
Lo
cogieron y se lo llevaron. Entonces, empezó a llorar de modo histérico. Era
imposible calmarlo, completamente desconsolado al verse separado de su amada
grúa. Años más tarde, siendo un adolescente, lo llevaron a un hospital
psiquiátrico.
Se
movía como una grúa, hacía ruidos como una grúa y, aunque los médicos le
enseñaron muchos dibujos y juguetes, sólo respondió a los dibujos de grúas y
sólo jugaba con los juguetes de grúas. Sólo las grúas lo hacían feliz. Por ello
recibió el nombre de«el niño grúa»”.
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