Al día siguiente de regresar de mi estancia levantina, al levantarme, no daba crédito a lo que veía. Era domingo y la calle acumulaba un grosor de diez centímetros de nieve. Por suerte, esta vez sí, me había salvado del temporal en carretera. En el último viaje tuve que poner, durante ciento treinta kilómetros, cadenas a mi automóvil (por experiencia tengo que recomendar a mis lectores esas fundas de tela que se adaptan a las ruedas. Son duraderas y muy fáciles de poner y quitar). Así que salí a la calle a disfrutar de la nieve. Los coches tenían dificultades para desplazarse por las carreteras, pero en las más transitadas los camiones municipales esparcían abundante sal.
Quedaban atrás las mañanas en que había disfrutado del golf-playa, una nueva modalidad inventada por un vecino peñíscolano. El problema era que mi práctica de golf siempre se veía interrumpida por falta de pelotas. Muchas aterrizaban donde rompían las olas y apresuradamente eran arrastradas hacía el interior del mar. Cuando llegaba, después de una buena distancia de golpe pero con mala orientación, siempre se las había engullido el hambriento mar. Era agradable disfrutar del sol y de la brisa marina en una playa prácticamente desierta. Una de las veces que golpeé una bola, mientras con el rabilo del ojo divisaba a una persona a cerca de doscientos metros de donde me encontraba, escorado hacía el lado del mar, salió impulsada con más velocidad de la deseada, así que grité: “bola va” debido a que se iba hacía la persona. Comprobé, gratamente, que le pasaba a más de seis metros hacia el interior, así qué respiré aliviado. Cuando me encontraba a su lado me dijo que la bola había acabado en el mar, que no pudo alcanzarla. Sentido por no hacerlo me confesó que no se había asustado pero que no sabía realmente de qué se trataba. Tenía acento porteño.
Ahora, unos días después de este pequeño incidente, lo veo lejano, tal vez por el ventoso frío proveniente del Moncayo, del Urbión o de la sierra Cebollera, fronteriza con La Rioja, que hace que me olvide, aunque no quiera, del calor reinante esos días junto al mar. Calor estacional y calor humano qué, también, me cuesta encontrar en estas yertas tierras sorianas.
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