Nunca
me han gustado esas películas del tipo Torrente, ¡faltaría más!. Sin embargo,
hay que reconocer que hay muchas circunstancias en nuestra cotidianidad que nos
recuerdan a esas escenas que parecen tan disparatadas. Hace un par de días, un
amigo barcelonés que con su
catamarán entrena en aguas de Castellón, me invitó a comer,
aprovechando su regreso a tierras catalanas, en el cercano Sant Carles de la
Rápita, en tierras del Delta del Ebro. Me desplacé ex profeso para ello. Seguí su coche hasta llegar a un amplio
aparcamiento junto a una nave que decía: “Gran Buffet La Rápita (marisc, peix i
carn)”. Entramos y mi amigo recogió una tarjeta tipo a las de crédito, pasamos por un torno y
nos introducimos en un gran comedor con sillas y mesas de plástico, al menos
así me pareció. Llegamos a las 13,30, hora perfecta para que la amplia variedad
de paellas no estuvieran estropeadas por los comensales. Nunca había visto tal
variedad de arroces (paella ya tiene una cierta denominación de origen y tan
sólo admite ingredientes de toda la vida), había ocho o nueve paellas (las
paelleras que siempre hemos denominado se llaman, curiosamente, “paellas”) con
diversos arroces y fideuás, así que empezamos por ahí, realmente estaban sin
“estrenar” y fue una delicia comer en el mismo plato tanta variedad de arroz. Aparte
del torno, al atravesarlo, me llamaron mucho la atención las camareras. No es
mi intención desacreditarlas, pero por su manera de vestir, con una camisa
excesivamente apretada y una falda muy ceñida, parecían más propias de un lugar menos “virtuoso” que un restaurante.
Cuando nos sentamos a la mesa ya nos habían puesto una
botella de agua de litro y medio, otra de vino de mesa tinto y otra de vino de
mesa blanco. También se podía pedir gaseosa y sifón Geiser. Tras los arroces
-iba a decir paellas- me dirigí a la zona de ensaladas, había un montón pero no
me apetecían en ese momento de tanto atiborramiento de comidas diversas. El restaurante se iba llenando de
comensales y comencé a analizar el tipo de clientes que había, un poco de todo,
pero llamó mi atención el gran número de personas obesas que con lentitud
recorrían los amplios mostradores en busca de alivio gástrico. Mi plato,
entonces, contenía una nécora que al abrirla estaba famélica, cuatro rabucas
tiernas y gula que se había quedado un poco seca. Comparé mi estomago con el de
los obesos y tomé un respiro para zamparme un filetuco de ternera que me frió
en el acto un cocinero ecuatoriano. Los platos usados se dejaban en una cinta
que los desplazaba a la zona de fregado. En los postres empezamos a charlar. Mi
amigo y yo casi no habíamos coincido hasta ese momento en la mesa que
compartíamos ya que nos levantábamos constantemente para recorrer los amplios
estantes repletos de comida para volver a llenar el plato. En ese preciso
momento, yo daba cuenta de una rodaja
de piña en su punto y él comía leche frita y un flan. Hablamos del lugar y del
precio. Costaba trece euros por persona, algo que me pareció muy barato en
relación a la oferta gastronómica. Cuando nos íbamos aquello estaba abarrotado.
Tomamos un café y charlamos de gastronomía y de una cadena montañosa que
teníamos de frente. A nuestra espalda el paisaje era especialmente bello, el
día era soleado y contemplar el Delta fue, sin duda, lo mejor de la
jornada. Nos marcamos dos retos cuando volviéramos a
estar juntos, desplazarnos en barco a un restaurante que estaba entre San
Carles y la isla que formaba el Delta y subir a la “Foradada”, una abertura
inmensa que se encontraba en lo más alto de la montaña. Tras despedirme,
regresé a Peñíscola con intención de descansar de una comida mucho más calórica
de lo que hubiera deseado pero la experiencia había merecido la pena.
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1 comentario:
Me ha gustado leer este post gastronómico a primera hora. Me alegro de que disfrutases.
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