Leí en
el Diario Montañés, durante el desayuno, que había alerta roja en el
Cantábrico, así que me dirigí a la playa de Soto de la Marina para
contemplarlo. En el camino, desde donde dejé el coche aparcado hasta “la Canal”, comenzó a llover e iba sin paraguas ni ropa adecuada. Anduve rápido hasta el
bar con amplias cristaleras que se encuentra
presidiendo la playa. Pedí unas rabas y unos caracolillos y permanecí
mucho tiempo disfrutando del panorama que ofrecían las olas al romper contra el
acantilado y contra la isla de la Virgen del Mar. Lo que contemplaba parecía un
gran recipiente de agua que hervía vigorosamente. Un imponente mercante se
acercaba más de la cuenta a tierra, sin
duda para atracar en el puerto imperiosamente. Una amplia cortina de lluvia
recorría, de oeste a este, la playa mientras un grupo de hombres, de los
asiduos durante todo el año, se bañaban donde apenas cubría, alejándose del
batir de las amplias olas. De repente, la cortina de lluvia se convirtió en un
aguacero intenso que interceptaba la vista de la playa y del mar. Estuve
calculando cuanto tiempo hacía que no veía llover así y, más o menos, presumí que se aproximaría a medio año.
También hacía mucho tiempo que no veía mi mar así de revuelto. A pesar que las
rabas no estaban “muy allá” y que los bígaros estaban mezclados, recién cocidos
con otros anteriores, disfrutaba como un niño de una visión que me devolvía
muchas ocasiones anteriores de mi infancia y juventud. Cumplía años en el lugar
en el que nací y me produjo una satisfacción indescriptible. Me parecía increíble que llevara casi treinta
y cinco años desterrado en tierras que nada tienen que ver con esa realidad que
avistaba y que permanecía de manera solida en mis sueños y recuerdos. Seguía
lloviendo intensamente y había tiempo todavía hasta la hora de comer en casa de
mi hermana, así que decidí pedir otra cerveza y disfrutar de esa maravilla de
la naturaleza que tardaría en volver a contemplar.
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