Hace algunos años estuve visitando por segunda vez Marruecos. Mi primera visita la realicé con mis padres y hermanos en un, por entonces lujoso, Seat 124, aunque tan sólo estuvimos por el norte de la nación magrebí: Tánger, Tetuán y Río Martín. La segunda, unos veinte años más tarde de aquel viaje iniciático, fue más confortable, viajé en avión desde Madrid a Marrakech y luego en autobús por la cadena montañosa del Atlas y todo el sur, incluido el desierto.
En Marrakech estuve acompañado por unos amigos. Nos hospedamos cuatro o cinco noches en un hotel de una prestigiosa cadena situado en el barrio europeo. Conocimos muy bien la ciudad y sus alrededores. La primera noche, algo aturdidos todavía por el viaje y el cambio cultural, decidimos refugiarnos en un restaurante de la conocida y céntrica plaza Yemá al Fna (declarada Patrimonio Cultural de la Humanidad ) para divisar desde la altura ese espectáculo tan característico que sólo puede ofrecer dicha plaza. Llegamos, a muy buena hora, a un café-restaurante muy bien situado que se llamaba Argana. Cenamos fabulosamente, bajo una espléndida noche estrellada de septiembre y, además, a un precio muy razonable. Yo era el que mejor me comunicaba en francés con los camareros y convencí a mis acompañantes para dejar buena propina. Suelo hacerlo en los lugares donde pienso volver y éste era uno de ellos. Les dejamos 60 dirhams, al cambio unos cinco o seis euros, una barbaridad. La noche siguiente, igual de estrellada que la anterior y con la plaza abarrotada de vendedores, turistas, artistas y otras especies animales y humanas, decidimos volver al Argana. Estaba literalmente hasta los topes, no cabía un alma. Cuando nos encaminábamos de nuevo a la calle por las escaleras, uno de los camareros que me había reconocido se dirigió a nosotros rogándonos que le acompañáramos. Así lo hicimos y nos condujo, por un entramado de mesas y sillas ocupadas, hasta una mesa en la que tomaban té varios habituales. A la voz de “ya” despejaron rápidamente la mesa y el camarero nos acomodó en ella. Mis amigos me felicitaron por la feliz idea de la propina de la noche anterior.
Cuando algún conocido viaja a Marrakech siempre le recomiendo tomar algo o comer en el Argana. Las pasadas vacaciones de Semana Santa una compañera de trabajo estuvo con dos amigas en un riad a las afueras de la ciudad. A su regreso me comentó que había estado en el Café de France, también en la plaza, mucho más turístico que el Argana. También viajó otro amigo por esas mismas fechas a Marruecos en una expedición de “todo terrenos” y pasó alguna noche en Marrakech, visitando el Argana. A ambos les pregunté por la inestabilidad del país y me respondieron que no habían tenido incidente alguno. Ayer, viendo los informativos, no daba crédito cuando aparecieron en la pantalla imágenes del Argana destrozado. Al parecer algún suicida que se habría hecho pasar por un cliente colocó la bomba en el primer piso del establecimiento después de haber pedido una consumición. "Hemos encontrado clavos en uno de los cuerpos", ha indicado una fuente citada por Le Monde, apuntando que la bomba se compondría de explosivos y de un trozo de acero.
La explosión tuvo lugar entre las 11.30 y 12.00 hora local (13.30 y 14.00 hora peninsular española), falleciendo en el acto terrorista 15 personas.
Por desgracia nunca volveré al Argana, al menos al café que yo conocí, aunque quedarán grabadas en mi recuerdo aquellas fantásticas noches rodeado de buenas vistas y extraordinaria compañía. Marruecos comienza así una escalada de inseguridad que pasará factura al turismo y a sus habitantes. Por el bien de todos espero que encuentren la mejor solución posible y Marrakech siga siendo uno de los destinos preferidos para descubrir ese mundo exótico tan diferente al nuestro.
1 comentario:
¡Lamentable situación por la que atraviesan diversos países del continente vecino!
Un abrazo, Luis
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