sábado, 9 de diciembre de 2006
UNA HISTORIA QUE NADA TIENE QUE VER CON LA AMERICA´S CUP
Mi espíritu aventurero, mi nostalgia marinera, fue lo que me llevo a visitar, in situ, las obras relacionadas con la 32ª America´s Cup, que se celebrará, dios mediante, en aguas valencianas.
La America´s Cup, por hacer un poco de historia, toma el nombre de la goleta América que en 1.851 venció a los barcos de la flota británica, la copa que ganó, denominada entonces de las 100 Guineas, fue donada al New York Yacht Club a través del Deed of Gift, documento fundacional del torneo. Ese legado de plata se convertiría en un desafío, una competición de amistad entre naciones.
Después de esta breve reseña mi día comenzó, que no amaneció, muy temprano. El despertador marcaba las seis y media cuando amenazó su alarmante sonido. Era de noche oscura y los motores de los barcos pesqueros ronroneaban en el horizonte. Buen presagio, sin duda, para un día marítimo.
Llegué hacía las nueve a Valencia y me dirigí en tranvía a la playa de la Malvarrosa. Deseaba recordar cuando hace años visitaba a un amigo pintor que estudiaba Bellas Artes en esta clara ciudad mediterránea. Entonces, junto a otros amigos, emprendíamos viaje en un tranvía que ya nada tiene que ver con los de ahora, tan modernos que incluso alertan al viajero del punto donde se encuentra en cada momento, mediante el sistema GPS, en pantallas de última generación tecnológica.
Los valencianos son muy amables y gustosos te indican, con pelos y señales, cada pregunta realizada.
–Si quieres llegar desde aquí, el Puerto, a la Ciudad de las Artes y las Ciencias, toma el autobús número 19 y en la segunda parada de la calle Menorca te apeas.
Mi intención después de visitar el puerto era, obviamente, dirigirme a esta moderna parte de la ciudad, emblema de la nueva Valencia. Pero antes visite el Pabellón del Alinghi, El Defender, y otros cercanos de los equipos participantes. Aproveche para hacer algunas fotos de motivos marineros y de velas de embarcaciones, todas ellas de un abstracto riguroso.
Hice caso al paisano que me indico lo que debía hacer y me encontré en la Ciudad de las Ciencias, que estaba de luto, se había hundido un escenario del Palacio de las Artes.
Con tanto trajín me encontraba fatigado y hambriento, así que dirigí mis pasos a un restaurante que tenía pedigrí, un antiguo comedor en la céntrica calle Adressadors. Me senté donde me indicó la camarera y me sentí un poco cohibido, se trataba de mesas muy pequeñas, para un máximo de dos comensales. La que tenía pegada a la mía estaba ocupada por dos parroquianos de más de setenta años. Debido a la proximidad, y a mi soledad, no me quedaba más remedio que seguir la conversación de mis vecinos. Enseguida llegó un tercero que se instaló en la mesa contigua a la de mis compañeros, por tanto todos bien juntitos. Los clientes eran asiduos, seres solitarios que se reunían, por casualidades de la vida, en una casa de comidas caseras. Seguramente era la única comida caliente que hacían durante el día.
Todo fue desarrollándose con normalidad, pero cuando estábamos en los postres, el último comensal en llegar, entregó unas fotocopias a mi vecino de al lado. Con el rabillo del ojo (y por sus comentarios) pude comprobar que eran certificados firmados y fechados por el Caudillo Franco a un legionario que había prestado sus servicios infiltrado en la Rusia comunista de la época. Mi vecino se lo comentaba a su compañero septagenario de mesa, que al igual que el de los papeles, hablaba ruso. Según comentaba este último, en su juventud había realizado exportaciones de hierro desde Ucrania. El compañero del “ucraniano” dijo que el no hablaba ruso pero si finlandés ya que había trabajado como cartero durante quince años en Finlandia, aunque había visitado Rusia en varias ocasiones.
Estaba encantado con la conversación. En un restaurante cualquiera vivía un episodio lleno de historias de una España de inmigrantes a otros países, por un grupo de compatriotas que de manera espontánea contaban sus vivencias de forma casual y solidaria.
Me fui de allí con un sabor agridulce, divertido por haberles robado esos momentos de intimidad y llenos de información privilegiada, y triste porque todos ellos eran seres solitarios que formaban parte de acontecimientos olvidados y luchaban por encontrar un subsidio digno a sus necesidad pero que, desgraciadamente, nunca llegaba.
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