El otro día, ojeando fotos de una amiga que ha
estado recientemente en Cuba, recordaba una jornada especial que pasé en la
zona oriental de la isla, concretamente en la antigua provincia denominada
Oriente y que con la revolución se dividió en dos o tres provincias, no
recuerdo bien. Estábamos alojados en el hotel más alto de Santiago, en una
habitación con unas vistas espectaculares. En la calle siempre había paisanos
esperando a los turistas. Pretendíamos visitar el pueblo del padre de mi
acompañante, hijo de emigrantes
españoles y que a sus 18 años regresó, junto con sus padres y hermano, a su
tierra de procedencia. Durante dos días estuve intentando negociar con dos
chicos jóvenes el alquiler de uno de esos carros americanos de los años 50, con
conductor, para desplazarnos los 150 kilómetros que separaban Santiago del
pueblo de los ingenios. No llegué a ningún acuerdo, incluso perdí 30
dólares, decidiendo alquilar un coche
sin conductor por nuestra cuenta. Recorrimos, hasta Las Tunas, decenas de kilómetros
por la carretera que recorre la isla, de este a oeste, y luego nos desviamos
por carreteras comarcales hasta llegar a Puerto Padre. Tardamos más de lo
previsto debido a los profundos baches y a que teníamos que preguntar, cada dos
por tres, por donde se iba. Un militar con graduación nos hizo dedo pero cuando
paramos al comprobar que el coche tenía placas turísticas decidió no subir.
Cuando vimos Puerto Padre no podíamos creerlo. El espectáculo visual era
maravilloso. Una bahía natural sólo abierta por el norte, como si se tratara de
una herradura . Aparcamos y paseamos por su calle principal repleta de
edificios de evocación española. Cuando íbamos a entrar al único bar que vimos,
estábamos extenuados y con hambre después de tan pesado viaje, un chico de
nuestra edad nos preguntó si éramos italianos. Le contestamos que éramos
españoles y que buscábamos el
cementerio. Nos cambio dólares por pesos en una tienda y tomamos café.
Charlamos sobre nosotros y nos invitó a acompañarle a San Manuel, a escasos
kilómetros de allí, para que conociéramos a una amiga suya que tenía un tío
español. El chico había estudiado derecho y nos dio buena sensación así que
decidimos acompañarle. Una vez en San
Manuel alucinamos con las casas construidas en madera, parecía que estábamos en
una película del siglo anterior. Entramos a la casa de su amiga, Mayra, nos
presentamos y brindamos con un ron exquisito. Con el dinero que habíamos
cambiado compraron cerdo y cervezas mientras diluviaba y el agua entraba por
varios lugares de la casa. Ellos se quedaron en ropa interior y aprovecharon
para ducharse en la calle. En nuestras mochilas teníamos alguno de esos geles
de hotel y se lo dimos. Se convirtió en una fiesta su ducha. Hacía meses que no
se duchaban con jabón por falta de
existencias. Luego fuimos a ver a su tío, el único español que quedaba en el pueblo. Era gallego,
claro, pero su acento claramente cubano. Llevaba allí más de 60 años. Por
supuesto nos presentaron a toda su familia, llegaban de todos los puntos del
pueblo a conocernos. Fuera había fiesta, un grupo de negros tocaban y bailaban
ese tipo de música tan ancestral que se conserva en la isla. En un momento
dado, por la megafonía sonó el himno cubano y todos formaron con aire militar
mientras cantaban juntos. Bebimos más ron e intercambiamos información sobre la
sociedad de consumo de la que proveníamos. Al anochecer salimos de allí para
retornar a Santiago. Nos costó salir a la carretera central, teníamos que
preguntar, cada 500 metros, en cualquier casa en la que veíamos luz, la ruta a
seguir. En Las Tunas comenzó a llover, iba detrás de un camión repleto de
militares. En un frenazo, mi coche comenzó a dar vueltas sobre si mismo.
Conseguí dominarlo y estacionar al otro lado de la carretera en dirección
contraria. Cuando por fin lo dominé, un grupo de transeúntes empezaron a
aplaudir. Estaba seguro que había golpeado al vehículo de los militares, se habrían salido de la carretera propiciando
un terrible accidente, pasaría, por tanto, el resto de mi vida en cárceles
cubanas. Salí disparado del coche y empecé a correr en la dirección del
vehículo militar. A unos 300 metros estaba aparcado, con diez o doce militares
fuera del vehículo y mirando en mi dirección. Me explicaron que no les había
tocado y que era un conductor magistral. Abracé a todos ellos, uno por uno, y respiré
profundamente mientras me secaba el sudor . El resto del viaje lo hice
tranquilo llegando al hotel a las 12 de la noche. Subimos al último piso, donde
siempre a esa hora había música de jazz en directo, dispuestos a bebernos un
cubo de mojito. El maître, un negro espigado con carné del partido, nos
reconoció y le explicamos lo sucedido. Se perdió en la cocina que ya estaba
cerrada y nos sacó comida que devoramos en escasos minutos. Nos invitó y
brindamos por que la salud y la suerte siguiera acompañándonos.
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1 comentario:
Hola Luis, mi amigo,es increible como relatas,como cuentas como haces vivir lo que vivis.Me alegra mucho saludarte.Besos inmensos de luz para ti y los que amas.
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