Soy asiduo lector de la columna que escribe en “La Opinión de Zamora” el escritor José Ángel Barrueco. Cuando no estoy en Zamora y, por tanto, no puedo leer el periódico, visito su blog “Escrito en el viento”. Más de una vez he hablado sobre su espacio aquí. Habitualmente, leo varias de sus columnas seguidas, se me van acumulando, y siempre descubro nuevas lecturas de un escritor de la calle. Tiene talento para recrear lo que sucede. Aprendo mucho de él.
Ayer leí algo sobre el metro, sobre esa hora en que se mezclan en el vagón trasnochadores que regresan a casa con otras personas que se dirigen al trabajo. Barrueco señala que, disimuladamente, espía la situación. A mi me pasa algo parecido, soy observador de todo lo que acontece a mi alrededor. Esa lectura me recordó algo que me sucedió, precisamente, en el metro. Hace pocos días estuve con unos amigos tomando algo en los animados bares del Puerto Olímpico de Barcelona y tuve un conato de bronca en uno de los locales. Eran casi las cinco de la madrugada y a esas horas puede pasar cualquier cosa. Todos llevamos encima alguna copa de más y, tal vez, estemos más susceptibles. El caso es que un tipo me empujó, considero que sin darse cuenta, y le pedí que se disculpará. No sólo no se disculpó sino que me amenazó con “partirme la cara”. Presuroso me dirigí al dueño del local, amigo de mis amigos, y recogí la mochila que tenía depositada en un almacén. No controlaba muy bien la situación y advertí que una retirada a tiempo suponía una victoria. Anduve varios kilómetros hacía el interior de Barcelona tratando de calmarme. Infinidad de vagabundos dormían en el exterior de comercios y portales. En los jardines de las plazas, parejas de sudamericanos y grupos de personas extranjeros hablaban y discutían voceando. Pregunté por una boca de metro y busqué el itinerario hasta la estación de Sants, mi destino para tomar el primer tren a Peñíscola. Eran casi las cinco y media y había una actividad exagerada. Pensé que mi reloj se había parado pero confirmé que se trataba de esa madrugadora hora. Era viernes por la mañana y nadie tenía pinta de regresar de empalmada. Todos eran inmigrantes que se dirigían a su trabajo. Estuve observando a cada uno de ellos y me compadecí de su suerte. En su caso, ganar unos euros se convertía en algo extremadamente penoso. La vida para esas personas es mucho más difícil que para nosotros. Olvidé por completo mi incidente y me transporte a mi realidad. Tengo un trabajo maravilloso y me alegré por ello. Mi horario es envidiable. Salí del metro en Sants y desayuné, periódico del día incluido, en uno de sus restaurantes ya abiertos. Mi viaje de dos horas en uno de esos trenes rápidos serviría para echar un sueñecito antes de regresar a la deseada tranquilidad. Dejaba atrás la realidad de las grandes ciudades y me sentía, nuevamente, un privilegiado.
viernes, 10 de julio de 2009
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3 comentarios:
No deja de ser una triste realidad la situación de mucha gente que está a nuestro alrededor pero que no vemos o no queremos ver.
Me parece que has descrito dos mundos, uno de día donde nada de eso se ve y otro de noche donde un banco en un parque o un cajero de banco pueden convertirse en una cómoda estancia hasta que, de nuevo, el día esconda a esos inquilinos.
Saludos.
Vengo a visitarte y a escribirte que he tenido problemas con el dominio, con lo que vuelvo a la antigua dirección del blog:
http://tocinoja.blogspot.com
Cambia por favor el enlace en tu blog.
Un abrazo
Lo bueno del actual sistema de transportes en la capital es que, como tiene al Metro de viga maestra, ha democratizado el viajar en él; lo malo es que, merced al aumento de la frecuencia en los viajes, los conductores son más torpes de lo que solían ser.
Saludos afectuosos, de corazón.
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