Mis abuelos, fallecidos hace muchos años, vivieron de lleno la guerra civil española. Lo pasaron muy mal, como casi todos sus coetáneos. Eran tiempos de mucha penuria en todos los sentidos. Además, el hermano de mi abuela era un conocido oficial de la CNT. Del bando perdedor, por tanto. Pasó los primeros años de la posguerra en la cárcel de Santander, situada en la calle Alta. Mis abuelos residían a cinco o seis kilómetros de la cárcel y aunque tenían que alimentar a cuatro hijos, todos los días mi abuela preparaba un pequeño macuto con comida y se hacía los diez o doce kilómetros entre ida y vuelta. Andando, claro. En alguna sobremesa, aprovechando que no había comenzado la novela de la radio que ella seguía habitualmente, le oí comentar historias sobre las consecuencias de la guerra.Experiencias vitales. Por lo visto, en el vestíbulo de la cárcel, mientras esperaban los familiares de los presos para entregar los víveres, les acompañaba un perro pastor alemán. Siempre llevaba en la boca una bolsa con comida para uno de los presos, compañero de sus familiares encarcelados. Un día, mi abuela decidió seguir al perro. Se dirigió a la estación del ferrocarril, situada a poco más de dos kilómetros de la cárcel, en sentido contrario a la carretera que conducía a su casa. Una vez allí, el perro se metió en un tren cuyo destino era Torrelavega. Mi abuela, impresionada por el descubrimiento, indagó algo más sobre el can. Por el revisor del tren supo que tomaba todas las mañanas el tren en Torrelavega y mediado el día regresaba desde Santander, una vez cumplida su misión. Ni que decir tiene que todos los usuarios y trabajadores le tenían un aprecio especial. Imagínense, en aquella época, lo que pudo suponer para los familiares de aquel preso no tener que desplazarse desde Torrelavega a Santander todos los días del año para proporcionar algo de alimento a su ser querido. Además, sin costo alguno, ya que el perro viajaba gratis.
Otra de las historias reales que contaba mi abuela trataba sobre una gata de su propiedad. Quedó preñada y mis abuelos no querían más gatos. Bastantes problemas acarreaba alimentar, vestir y educar a sus hijos en tiempos tan delicados. Decidieron que mi abuelo se desplazara, en su bicicleta, con la gata a Renedo, un pueblo situado a unos veinte kilómetros, y allí la abandonara. Un día soleado cumplió el cometido. Al cabo de ocho días, la gata se presentó en la casa familiar acompañada de siete preciosos gatitos recién nacidos. Al parecer, la gata fue transportando uno a uno a todos sus retoños, recorriendo distancias cortas y agrupándolos. Así recorrió los veinte kilómetros largos que separaban Renedo de la casa de mis abuelos. Por supuesto se quedaron con toda la prole. La gata, que llegó descompuesta, había demostrado que los animales pueden tener los suficientes arrestos como para desafiar las voluntades de los humanos.
Espero que estas dos historias vividas y contadas por mi abuela Carmen nos hagan recapacitar sobre las acciones tan ejemplares de los animales. No cabe duda que siempre tenemos algo que aprender de esos cuadrúpedos maravillosos.
3 comentarios:
• Debieras de tratar de dar a conocer esa historia "a quién pueda interesar". Ese perro de merecería un monumento en la Plaza del Ayuntamiento, o en Las Estaciones, para recordarnos que el pero es el mejor amigo del hombre... aunque el hombre no sea el mejor amigo del perro.
• Saludos
CR & LMA
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Me has hecho recordar a mi abuela Angeles , que también vivió esa época, en el Valle de Camargo, y superó vicisitudes muy importantes en su vida, entre ellas, perder en ese momento a su primer marido, mi abuelo. Cuántas veces he oído historias sobre aquellos días..! Y cómo quedaron grabadas en la memoria de todos, incluso en la nuestra, verdad?
Me emociona leerte estos retazos, que pertenecen también a mis raíces, mis recuerdos de infancia. Es mágico, compartirlo..
Un beso fuerte, cantabruco
Preciosos, los gatitos ...
Que emocionante leerte, y hoy es preciso que te diga...ahora podré contar otras dos historias que son lecciones de vida.
Un abrazo
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