“Pero cuando nada subsiste ya de un pasado antiguo, cuando han muerto los seres y se han derrumbado las cosas, solos, más frágiles, más vivos, más inmateriales, más persistentes y más fieles que nunca, el olor y el sabor perduran mucho más, y recuerdan, y aguardan, y esperan, sobre las ruinas de todo, y soportan sin doblegarse en su impalpable gotita el edificio enorme del recuerdo”.
Marcel Proust. “A la Recherche du Temps Perdu”. Leí a Proust en mi época de estudiante en Valladolid y, posteriormente, haciendo el servicio militar, obligatorio, en Ferrol, en la
Base Naval de La Graña, casi en la desembocadura de la ría ferrolana. Tuve un gran apoyo en Antonio, un intelectual andaluz, concretamente de la Alpujarra granadina, que se pasaba el día leyendo. A pesar de muchos malos momentos, esa Base Naval estaba destinada a los marineros que tenían “
punto rojo” (es decir, a todas las personas que de alguna manera consideraban inadaptados sociales),recuerdo con cariño algunas situaciones vividas allí. Se preguntarán qué hacía yo allí tratándose de una persona tan comprometida socialmente y con unos valores tan irrefutables (es broma). Resulta que me captaron para Cabo Monitor (los que enseñan a los reclutas nada más llegar), muy a mi pesar, y en el examen final, a base de tests, me pareció obligado marcar todas las respuestas confundidas. No coló, ellos sabían que había estudiado dos años Psicología y era a todas luces imposible errar de la manera que lo hice. Fui el último de mi promoción y como castigo me enviaron a La Graña. En ese examen me gané a pulso mi “
punto rojo”. La Base estaba dividida en dos sollados corridos con alrededor de 150 marineros cada uno. En el “
sollado 1” se encontraban los andaluces, en su mayoría por supuestos problemas con las drogas. En el “
sollado 2” nos encontrábamos ciudadanos del resto del estado, aunque en número muy superior vascos y gallegos. Los gallegos eran gente de confianza, se ocupaban de los lugares estratégicos: cocina, despachos,oficinas y de toda la intendencia. Los vascos estaban allí por supuesta pertenencia a partidos abertzales. Como pueden apreciar se trataba de lo más florido de una sociedad tan polifacética como la nuestra. Estábamos en 1980 y la “
mili” duraba nada menos que 18 largos meses. A pesar de tener la insignia de cabo, de ser educador, de recibir la mitad de mi nómina, de tener un Dyane 6 y de ser cántabro, mi adaptación a la nueva vida fue perfecta. Me hice amigo del cocinero, controlaba (era mi destino)la limpieza de la cantina, fumaba algún peta que otro con los
“quillos”, sacaba
trescuartos de segunda mano utilizados por los antiguos oficiales del Azor(barco de Franco)y los regalaba a mis amigos, e invitaba a cerveza y a comida a los qué, como Antonio (estaba allí por pertenencia al PCE), no tenían nada.
Ahora, ya en 2010, treinta años más tarde, acabo de leer con mucho gusto y cierta sorpresa, el escrito de Proust que inicia mi entrada. Lo he leído en un blog amigo, en un blog lleno de buenas melodías y mejores, si cabe, notas literarias. El blog de
Ritmo Rancio, unos jóvenes que se divierten haciendo lo que más les gusta: disfrutar con la música y escribir bellos relatos,
como el último, sobre aquellos olores y sabores que se han perdido o que por alguna casualidad vuelven para rememorar aquellos recuerdos. La niñez, siempre la niñez… y la “magdalena”. El tiempo perdido hallado en los olores. Ritmo Rancio habla de dos cosas que le recuerdan a su padre, el olor de la colonia
Añeja y el sabor del “
Orange Crush”. Del
Orange conozco sólo los anuncios, en el norte nunca llegó a comercializarse. Recuerdo, sin embargo, el sabor de una gaseosa que se llamaba
Santa Marta, también de naranja. Sobre olores, recuerdo el aroma que tenía la mesita del dormitorio de mi abuelo al abrir el cajón. Allí guardaba sus puros de las bodas, que nunca fumaba. No lo olvidaré. Cuando mi abuelo dormía la siesta resoplaba mucho y mi hermano y yo, aguantándonos la risa, metíamos en su boca una cucharada de cola-cao y se formaba lo que denominábamos “
el volcán”, imagínenselo, las sábanas se embadurnaban de cacao y la cara de mi abuelo se convertía en color chocolate ¡terrible! Cuando mi abuelo despertaba empezaba a jurar, sacaba su “cincho” (cinturón) del pantalón y con él en mano, a modo de látigo, nos buscaba sin encontrarnos. El pobre nunca llegó a tocarnos, era un santo.
...CONTINUARÁ