jueves, 22 de marzo de 2007

FALLAS, PRIMAVERA Y RESFRIADO



Escribía el otro día sobre la proximidad de la primavera barruntando algo extraño. Entonces me encontraba fatigado, sin ganas de hacer nada (considero que se diría mejor: sin ganas de hacer algo), bajo de forma y necesitando inminentemente descanso.
Aprovechando cuatro días de mini vacaciones y la celebración de “Fallas” en Levante, viaje para intentar descansar y reponerme al lado del Mediterráneo con sus crestas de ola despeinadas. Viajé con una caja de kleenex de compañera, estornudando y moqueando producto de un importante resfriado. Había olvidado en casa mi dañado ordenador, de repente apareció una ventana que decía algo así como que el sistema operativo no era oficial, que podía tratarse de una falsificación. A partir de ese momento dejaron de funcionar varios programas que utilizo a diario, mi conexión a Internet no era correcta sin prácticamente obedecer a las órdenes que le ejecutaba, algunas de ellas tan sencillas como APAGAR. Así que malhumorado, resfriado y con algo de fiebre me dispuse a revitalizarme al lado de mi más sincero amigo el mar.

Aunque la proximidad de la primavera no solo se acercaba con estos gestos insolentes hacía mí, no había acabado su maleficio, a mitad de viaje una piedrecilla lanzada por un camión destrozó la luna delantera de mi automóvil. Llegué a mi destino jurando y estornudando, con el ánimo por los suelos.

Durante los dos días siguientes estuve descansando sin salir del apartamento, durmiendo más horas de las que acostumbro, contemplando el proceloso mar embravecido por los acuciantes aires huracanados, con rachas cambiantes que peinaban las olas en todas direcciones produciendo estampados níveos sobre el color esmeralda del mar, las gaviotas sobrevolándolo y sumergiéndose a medida que veían algún pescado para cazar.
Resulta agradable recibir los rayos del sol mirando el mar y escuchando a Ive Mendesde fondo, mientras se acumulan pañuelos cubiertos de pegajosa humedad nasal. De vez en cuando cambiaba la música, estudiaba la luz solar según las horas, investigaba las nubes que aparecían y desaparecían de manera vertiginosa y pasaba las páginas de los libros que leía: El ocaso de los superhéroes de Deborah Eisenberg y El concierto de los peces de Halldór Laxness, muy apropiado, este último, para acompañar mi actividad favorita, vigilar el mar lo más de cerca posible.

El tercer día me encontraba mejor de salud y salí a pasear. Durante la comida contemplé en televisión la “escabechina” que había provocado el temporal. Ciertamente en la costa levantina la velocidad del viento era inusual por su desgarradora fuerza pero en ningún momento supuse que media península estuviera cubierta por un blanco y espeso velo de nieve. Por la noche recorrí las Fallas, degustando los diversos y diferentes motivos que con tremenda imaginación y esmerada profesionalidad habían confeccionado los maestros artesanos. El viento soplaba huracanado y los ninots bailaban de un lado a otro, pensaba que sería un error quemarlos con esa exagerada ventolera. Al pasar por delante de una Falla infantil había mucha gente concentrada y ese detalle hacía prever que estaba a punto de su cremación. Una fallera con una mecha prendió la traca al tiempo que sonaba, a un volumen brutal, el Himno de Valencia. Un cartel anunciaba el horario de “La Cremá” de cada Falla pero no me encontraba bien y el excesivo aire podía perjudicar mi salud. Me retiré a cenar.

El último día estaba mucho mejor pero la melancolía que me producía tener que marcharme era el preámbulo para ir pensando en el viaje de regreso. Di un largo paseo junto al mar, tomé un aperitivo, dormí la siesta, hice unas compras y me acosté temprano.
El despertador sonó de madrugada, ese día trabajaba y me encontraba a cuatrocientos kilómetros de mi destino. Parte del recorrido lo hice con nieve, había llegado la primavera y, curiosamente, era el día más frío de la temporada, todo discurría con la anormalidad más surrealista posible y yo regresaba a reencontrarme con lo cotidiano. Llevaría a cambiar la luna del coche, llamaría al informático y abandonaría el preciado sueño de tener el mar a mi lado.

La primavera me había atacado por sorpresa, aunque lo había presentido, pero estaba recuperado de mi afección gripal y desde la ventana, ya en mi destino, contemplaba el precioso paisaje de la nieve mientras escuchaba la misma música de Ive Mendes que me acompañó en mis días de relax. La música y el sencillo baile de los copos hacían abandonar mi mente sin ningún pensamiento en concreto, encontrándome tan a gusto como lo estuve días pasados contemplando el inabarcable mar.

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