Ayer estuve sentado casi tres horas en una terraza con dos amigas.
Tomando unas cervezas y hablando de todo un poco el tiempo se nos pasó volando.
Una de ellas es una escritora más o menos consolidada, ha publicado varios
títulos, algunos con éxito de venta. La otra es maquetadora en una editorial.
Hablamos de anécdotas relacionadas con el mundo de los libros, mientras
analizábamos “Sé dónde duermen las ardillas”, humilde en contenido y en calidad
de encuadernación. Pasado el tiempo comenzamos a hablar de ciudades
aprovechando que los tres en pocas semanas emprendemos viaje. L, se va con una
amiga a Londres, tiene allí familia y aprovechará para regresar a la capital
inglesa. B, viajará con su novio a Galicia, con reserva de hoteles en Santiago
y Vigo, para moverse a toda la región desde esos dos destinos, y un servidor,
viajará a finales de agosto a La Toscana. Hablando de Europa, L y yo
coincidíamos que París era nuestra
ciudad favorita. Comentaba que era un lugar muy fotográfico, romántico y que
seduce y tiene alma, cuando B saltó: -claro, lo veis así
porque sois escritores. Me hizo gracia.
Me quedé un rato recapacitando, nunca se habían referido a mí como escritor.
Realmente, L es escritora, pasa mucho tiempo escribiendo, recolectando información
para sus libros, estudiando los escenarios y los personajes. Sin embargo yo,
para nada me siento escritor. Es cierto que me gusta escribir de vez en cuando
pero sin ningún tipo de disciplina, lo hago para relajarme, para anotar
momentos personales, anécdotas… pero, claro, mi libro reposaba sobre aquella
mesa llena de botellines de cerveza. Los tres hemos recorrido mundo,
coincidimos que Praga, Budapest y Londres eran ciudades muy bellas. Para B
Londres es su ciudad ideal para vivir. Con París, por el contrario, no tuvo ningún tipo de feeling, la gente le pareció antipática, la ciudad como de cartón
piedra, todo igual, y, además, no le produjo ninguna sensación el viaje en bateau
por el Sena. Napolés también le impactó positivamente. Y ambas
coincidieron en que Berlín era un destino imperdible. L recomienda, en primer
lugar subir al edificio de televisión, “el
Fernsehturm”, uno de los símbolos de la Alemania Oriental, para poder
disfrutar de sus vistas panorámicas y hacerte una idea real de cómo es aquella
ciudad alemana.
A L le debía algo y quise “pagárselo” (es broma) con una botella
de Caro Dorum. Ciertamente fue un acierto, incluso se emocionó, demostrando que
es buena conocedora del vino. Nos despedimos con la promesa de vernos pronto para disfrutar de momentos
que quedan grabados en la parte importante de nuestro “disco duro”.
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