Y, es que, estos días en los que “nos deslizamos por el asfalto y por el interior de los comercios” son una locura, es muy difícil mantenerse equilibrado (en el juicio y en el estado del cuerpo) en ese constante sorteo a transeúntes, automóviles y demás obstáculos, que casi siempre anuncian algo que se vende en estos días de tanto trajín.
Cuando era niño toda esta locura comenzaba con el sorteo del “gordo” de Navidad y terminaba el día de Reyes. Entonces no había tanto donde elegir, los regalos eran escasos y la comida nada exclusiva, jugábamos unas cuantas participaciones de lotería que nunca pasaban de las trescientas pesetas (en 1960 un décimo costaba 50 pesetas). Hoy, sin embargo, los precios de pescados y mariscos, por poner un ejemplo, hacen imposible su compra, nos acosan con decenas de anuncios de colonias y perfumes en televisión, nos venden productos que no necesitamos y queremos encontrar artículos innovadores, simplemente para impactar lo más posible a la otra persona, y todo por esa tendencia del mundo contemporáneo que consiste en comprar y acumular bienes por encima de lo que se considera de primera necesidad. La presión social (mi vecino lo tiene, ¿por qué yo no?), reforzada por la publicidad, la tecnología... son algunas de las causas de ese desaforado dispendio.
Y luego, surfeada la Navidad, llega la llamada “cuesta de enero”, entonces nos atamos el cinturón después de ese desajuste en el presupuesto familiar que, una vez más, ha causado una distribución irregular de los recursos en los distintos estratos sociales y otras sociedades del mal denominado "tercer mundo", dañando ambientalmente por el consumo excesivo de esos recursos naturales y, además, cada vez adoptamos más costumbres extranjeras, tanto en los productos importados que consumimos como en muchas tradiciones que vienen de fuera. Así nos va.
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