En
Salamanca siempre me cuesta diferenciar los colegios de los cuarteles, suelen
ser construcciones similares, herméticas y hieráticas, augustas e
impenetrables. Salamanca tiene la buena costumbre de cuidar su patrimonio
arquitectónico construyendo con esmero los exteriores de sus edificios en
piedra arenisca que se lleva utilizando desde el siglo VI. Me encanta que se
respeten unos mínimos para que realmente
las ciudades tengan personalidad.
Siempre
que puedo me gusta perderme por sus calles abarrotadas de turistas y estudiantes. Sin embargo, comentaba por
teléfono a una amiga precisamente desde una de las calles próximas a la
Clerecía, me gusta hacer siempre lo mismo, al menos cuando no cuento con el
tiempo anhelado. Aparco cerca del Palacio de Congresos y subo por una cuesta
empinada hasta el Museo Provincial, luego tuerzo hacía la Catedral a la altura
de la Casa de las Conchas, me paro un buen rato en la plaza Anaya a contemplar
a la gente, rodeo la catedral bajando hacia la Casa Lys, regreso a la plaza Anaya, tomo
algo en Delicatessen, el bar restaurante de mi sobrino Alberto, que nunca suele
estar, voy a la plaza Mayor, desde allí a la librería Cervantes, luego a la
Plaza de los Cientos, bajo por el
palacio de Monterrey y vuelvo a recoger el
coche.
Me
encanta ver en cualquier época del año grupos de japoneses por todos lados; estudiantes que van y vienen cargados
con libros, apuntes y ordenadores; parejas de extranjeros sentados estudiando
sus mapas en cualquier lugar… y, sobre todo, entrar en uno de esos cafetines
repletos de muchachos y muchachas que leen periódicos, repasan apuntes o
trastean con sus ordenadores aprovechando la wi-fi gratuita. Hay calor humano a esas horas de la mañana,
una luz especial y siempre música, más o menos actual. Alrededor de la
Pontificia están los cafés más auténticos y suelo ir cambiando de lugar para
fisgonear todos sus rincones y, de manera disimulada, analizar a todos los
personajes allí concentrados, están tan sumamente centrados en sus tareas que
ni siquiera reparan en el resto de mortales situados a su lado. Ayer estuve en
un barecito que se encuentra casi enfrente del Museo Provincial y se llama Don
Quijote. Como es habitual lo atiende gente joven, sonriente, amable. El precio
es anticrisis, tomé un café solo y un pequeño croissant caliente con jamón y
queso, todo por 1,85 euros. No me extraña que estén siempre repletos.
Regresando
a Zamora por la autovía, se tarda poco más de media hora en llegar, contemplé
la cantidad de urbanizaciones que han ido apareciendo en las proximidades de la
ciudad. Salamanca, junto a Santiago y Granada, son mis ciudades favoritas del
interior peninsular. Cuando me pierdo
por ellas, como lo he hecho ahora en Salamanca, renuevo mi energía y siento que regreso a mi tiempo de estudiante, aunque, sin duda, el tiempo pasa sin
remilgos, ¡qué le vamos a hacer!
1 comentario:
Que envidia poder pasear por Salamanca en estas fechas, ya que a los que se nos acabaron las vacaciones nos tenemos que aguantar, aunque parece que tu estas siempre de vacaciones segun puedo ver en tu blog, Si es asi disfruta y sigue deleitandonos a los que no tenemos todo el año vaciones, pues es una forma de viajar y conocer lugares con encanto. Disfruta
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