No soy
excesivamente curioso pero el otro día en un apartamento frente al mío observé
a un perro de raza bulldog que se desplazaba lentamente por la terraza. Detrás
de él, una mujer rubia, de algo menos de cuarenta años, iba recogiendo sus
excrementos y fregando a continuación. El perro era muy viejo y ella su
cuidadora infalible. Cada vez que llegaba a casa me asomaba a la terraza para
comprobar si estaba el perrito. Además del perro y la mujer, compartían apartamento una pareja
de negros adolescentes, una bebé mestiza y un hombre moreno muy alto y fornido.
Deduje que los dos adolescentes eran hijos del hombretón, de otra relación, y
la pequeña fruto de ambos adultos.
Pasaban los
días y comprobaba que la rubia se levantaba mucho antes que los demás,
recogía la numerosa ropa tendida, ya
seca, y atendía al pobre perro. Luego
preparaba el desayuno para todos, que iba llevando, en varios traslados, de la
cocina a la terraza, para más tarde ocuparse de la niña. Los negros, por tanto,
vivían mejor que los blancos, más envidiados por ellos en otros tiempos. No
hacían nada de nada, o eso me parecía a mí.
Una tarde, vi
en la entrada de nuestra urbanización, separada por diez o doce escalones de la
plataforma principal, a la mujer rubia que llamaba al resto de su familia para
que alguien bajara a ayudarle. Venía del
supermercado cargada con dos amplias bolsas, el carrito con la bebé dentro y el
perrito amarrado con una correa. No daba crédito, y, además, esa estampa
demostraba y reforzaba lo que siempre había pensado sobre ellos, potenciando mi
desprecio a esos “sopabobas” (no diferencio entre razas cuando me refiero a personas
de esa categoría moral). Tras diez minutos llamando el adolescente bajó a
rescatarla de manera parsimoniosa, claro. La mujer soltó al perro y subió el
solito los escalones, descansado en cada peldaño que iba superando. Puso una
bolsa a cada lado del carrito y ambos levantaron los lados para llegar a la
plataforma, pero cuando llevaban tan sólo tres escalones remontados el
adolescente resbaló (falta de costumbre, supongo) y cayó como una pelota hacia
la puerta. Cuando comprobé que el carrito de la niña había quedado anclado, sin
peligro para la bebé, entre los escalones solté una carcajada corrosiva. Era increíble. Una vez en lo alto, el chico cogió al perro y la
rubia continúo su recorrido con las dos bolsas y el carro (imaginaba su situación
en el supermercado, el perro amarrado fuera y ella con el carro, la compra…)
Evidencié que
a pesar del esfuerzo que realizaba en sus ¿vacaciones? por el bien de los
demás, recibía gratos estímulos (tal vez no los únicos) cuando en ocasiones se
tumbaba en un sillón para jugar con la niña mientras el perro se sentaba a su lado, inseparable de
ella todo el tiempo. Esa vida le merecería la pena, supongo, y no soy quien
para criticar, pero me dio tanta pena esa escena de las escaleras que he
querido recordarla y contarla.
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