“Perderse
es la única manera de llegar a los sitios que valen la pena” Tiziano Scarpa.
Los dos días
anteriores había merendado media docena de anchoas de Santoña, están de muerte,
y una copa de vino. Sin embargo, la tarde del domingo preferí aplazar la
ingesta del boquerón en salazón, capturado durante los meses de marzo, abril,
mayo y junio, que es cuando tienen un mayor contenido graso. Por cierto, muchas
personas no saben que las conservas de anchoas de Santoña provienen de finales
del siglo XIX, cuando se instalaron allí numerosos conserveros procedentes de
Sicilia y de otras partes de Italia en busca de nuevos caladeros. Decía,
hablando de la tierruca se me va el alma al cielo, que decidí dejar para más
tarde las anchoas y disfrutar de un entrenamiento de golf. Es molesto lo que representa el
protocolo previo, sobre todo para una persona que, como yo, procede de un hogar
humilde y tiene conciencia de clase. El caso es que hay que llevar zapatos
especiales con tacos, no se permite ropa deportiva (chandalls, etc.), tienes
que usar polos o camisas con cuello, no se puede jugar con vaqueros… pero, bueno, el juego por el juego merece la
pena y te hace olvidar tanta tontería. Cuando salí hacía el coche lloviznaba
pero decidí acercarme al campo, a unos quince kilómetros de mi casa. Pensé,
seguro que es una de esas nubes de verano que sueltan cuatro gotitas de nada…
cuanto más avanzaba hacía mi destino más diluviaba, saliendo de la ciudad tuve
que aparcar debido al granizo y los
relámpagos. Pasaban los minutos…cinco…diez…quince y aquello iba a más, yo miraba
hacía el exterior y lo veía negro, muy negro. A lo lejos, en el centro
comercial cercano a donde estaba aparcado, comprobé una M en lo más alto…
albricias, no albricias no hubiese dicho ni en el campo de golf… coño, con lo
que me gustan a mí los Sundaes de Mc.Donald´s. Bueno, ciertamente, es lo único
que me gusta de allí. Así, que ni corto ni perezoso, al poco rato, estaba
haciendo cola en el mostrador yanqui, justo detrás de una torre humana de adolescentes gigantes.
Eran las cinco de la tarde y aquel McDonald parecía un pub galés a esa hora tan
taurina. Las chicas, todas me sacaban una o dos cabezas, llevaban prendas de
voleibol y estampado España en sus camisetas y pantalones. Se trataba de las
chicas de la concentración permanente de la selección femenina de voleibol.
Tardaron cerca de media hora en
servirlas y yo permanecí explorándolas: tallas, piernas megalargas, zapatillas
de talla 46… así cerca de media hora mientras no acababan de salir
hamburguesas, cocacolas, helados… cómo zampan las tías, por dios. Cuando me
tocó pedir me había convertido en una minúscula hormiguita pero acerté a decir ¡un sundae con chocolate! Detrás de
mí la cola era inmensa, decenas de jóvenes ataviados con pañuelicos rojos,
regresaban de los sanfermines hambrientos, poco abrigados, con los ojos casi
cerrados y cierto aire de haber dormido poco y bebido mucho. Atravesé raudo la
distancia entre la puerta y mi coche, una vez dentro, con la música a tope y
viendo caer gruesas gotas de lluvia, resguardado ya de humedades y gigantes,
pude, por fin, degustar un sabroso y esperado helado con chocolate caliente. El
golf debería esperar, no era el momento oportuno, además, en casa, me aguardaba
una racioncita de anchoas que ya quisieran para ellas las chicas de la
selección española de voley. La
temperatura exterior era de 13 grados… increíble… además, me había perdido en
un McDonald, no me lo puedo creer.
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